“Pasé el final de los calores de aquel bélico verano en la cama, atacado por unas fiebres que me llevarían a visitar el Hospital de las Cinco Llagas. De tan malo que estuve, un presbítero de Morón, que también estaba allí enfermo, llegó a administrarme los sacramentos. Él, en cambio, no tuvo a nadie para su extremaunción. A mí, Nuestro Señor, en sus divinas alturas, me concedió sufrir un poco más en este mundo.
Los calores del otoño me vieron sudar por la Campiña de Córdoba, los riscos de Sierra Morena e incluso por las llanuras de La Mancha. Porque mi guerra comenzó así, sudando, yendo de un sitio para otro, gastando mis ya castigadas botas de “segundo pie”. Y todo ello porque, y aunque parezca lo contrario, me alistaron en una escuadra de caballería de “los Perseguidores de Andalucía”. Más que militares, parecíamos alguaciles o guardias de la Santa Hermandad, ya que nuestro deber con la Patria consistía en capturar desertores, ladrones y todo tipo de alimañas que Marte crea cuando desata una guerra. Había poco de las mañas de la diosa Minerva en nuestros jefes. Armados con trabucos y tercerolas, dábamos plomo a esos desalmados que se perdían por los caminos, lejanos de la gloria del campo de batalla. Y así, entre ventorros y descampados, hacíamos nuestro trabajo. Nuestro primer jefe fue D. Pedro de Echevárri que tan gallarda, como escasamente armado, se enfrentó a los franceses en el Puente de Alcolea. Como ya he referido, era esta una unidad de caballería, pero las penurias que vivíamos hicieron que solo la mitad de sus integrantes se permitieran ser jinetes. El resto echábamos las entrañas por la boca siguiéndoles a pie.
Me tocó en suerte asistir a D. Andrés de Benaoján, al que la mayoría, a sus espaldas, llamaban “el marquesito”. Este decía ser hijo de un marqués (del que no llego a recordar su nombre) que murió, según él refería casi a diario, luchando contra los apóstatas de Napoleón. Por tanto, el linaje y el patriotismo le obligaron a vengar a su ilustre progenitor. Y eso que su madre, la marquesa, le rogó que no fuera a la guerra. Se alistó voluntario, según él, con un alazán blanco de la yeguada de su padre, pero montaba una mula, “la Paca”. Decía que el caballo lo perdió en un desafortunado encuentro con unos contrabandistas camino de Sevilla cuando iba a alistarse. Era “el marquesito” de porte aristocrático, delgado pero no muy alto. Sin embargo, mis camaradas decían con guasa que esto era producto de su falta de pringás con sus buenos chorizos y morcillas, y lo consideraban un escuchimizado que se creía el Campeador.
En medio de La Mancha, un día de finales de octubre, nos topamos en una venta con unos desarrapados, que resultaron ser unos malandrines que habían desplumado a un contador de la Real Hacienda. Tras una breve refriega, un par de ellos quedaron muertos y se tomaron por presos a otros dos. “El marquesito” no se arredró en la lucha y se expuso como el que más. Tal pareció por su euforia que era Aquiles tras batir a Héctor. Y bajo el calor de su heroísmo aqueo nos invitó a unos buenos caldos de Valdepeñas ( no sé cómo se los pagó al ingenuo mesonero) que, junto al cansancio que arrastrábamos de semanas de fatigas, nos hicieron despertar al día siguiente cuando el sol estaba en su cenit. Aprovechando esto, los presos pusieron pies en polvorosa, como era de esperar, porque les aguardaba con seguridad una soga en Almagro.”

[En este punto del relato quiero dejar constancia de mis dudas acerca de las líneas que siguen, ya que tanto la caligrafía como la calidad de la tinta e incluso el estilo parecen que no corresponden a la redacción original. ¿Un añadido posterior? A esperas de un análisis más técnico y exhaustivo, valga esta advertencia para que el lector tome sus propias conclusiones]
Tras un magro almuerzo y bajo la sombra de un molino de viento, “el marquesito” quiso sincerarse conmigo, porque decía que yo era el único que le inspiraba algo de confianza. Era tal su necesidad de desahogarse que, entre lágrimas, me dijo que había sido él que había liberado a los presos y que también traicioneramentenos hizo beber de más para facilitarlo. No supe qué decir y durante un tiempo callamos. “Era mi padre, sí, mi verdadero padre. Gabriel, no podía dejar que lo mataran, al fin y al cabo no era ni mejor que nosotros ni que los franceses. Son tiempos extraños”. Y me contó que su padre les abandonó a él y a su madre, que trabajaba de sirvienta en el cortijo de unos marqueses. “El marquesito” se crió con los hijos del marqués y el cura del lugar le enseñó las cuatro reglas, la Historia Sagrada y cosas que no debía aprender un buen cristiano porque venían de la Francia de Robespierre. Por tanto, toda su historia como noble era tan falsa como el beso de Judas. Creyó que la guerra le haría posible prosperar, pero en esas, vio ayer la cara de su padre, ensangrentada, sucia y sus muñecas sujetas con una cuerda. En ese momento, “el marquesito” fue más Quijano que Panza, más Sancho que Alonso. De mi talega saqué el último chusco de pan y lo compartimos con “la Paca”, que se acercó a nosotros buscando la sombra y a su dueño y señor.
Pablo Romero Gabella
Profesor de Geografía e Historia
IES Cristóbal de Monroy,